Los filósofos y la Danza, de David Michael Levin

Traducción de Kena Bastien van der Meer.

En ocasiones se me han solicitado referencias de obras filosóficas relacionadas con la danza. Cuando respondo que los filósofos, especialmente los más viejos y conocidos de nuestra tradición, han tenido muy poco que decir sobre este arte, me preguntan a qué se debe. Quisiera tratar aquí esa pregunta tan difícil.

La pregunta «¿por qué?» posiblemente requiera una interpretación de la naturaleza intrínseca de la disciplina filosófica, misma que permitiría comprender, si no es que perdonar, el que tantos  filósofos —incluidos los que han elegido escribir sobre las artes o en el terreno de la estética— hayan ignorado el arte dancístico. Me gustaría centrarme en esta posibilidad. Al hacerlo, sin embargo, advierto que en cierto sentido muy preciso no estoy respondiendo a toda la pregunta.

Una explicación «casual» de por qué la filosofía en general ha ignorado la danza me involucraría forzosamente en cuestiones de naturaleza ampliamente científica: asuntos políticos, sociológicos, de antropología cultural y psicológicos. Aun cuando estas cuestiones no se hallan en el terreno de mi competencia profesional, tampoco están del todo fuera del alcance de mi entendimiento. Por lo tanto, quisiera entregarme muy brevemente a hacer algunas especulaciones. Las ofrezco por lo que valgan.

Para empezar, creo que es importante tener en cuenta el hecho de que nuestra civilización occidental es fundamentalmente patriarcal. Esto significa, en efecto, que está necesariamente organizada en torno a la dominación masculina y a una correspondiente aversión (bien oculta) al principio femenino (el anima, en términos junguianos). ¿Qué significa esto? Bueno, por supuesto que podríamos advertir que la mayoría de los coreógrafos y críticos de danza (quienes representan el poder oculto del lado «intelectual» de la danza) han sido hombres, mientras que los bailarines mismos (que representan el lado «físico») y la mayoría de los balletómanos (representantes del lado intuitivo y apreciativo) han sido mujeres u hombres orientados hacia lo femenino. Esto es interesante e importante, sobre todo con respecto a nuestros tiempos «modernos». Pero en lugar de extenderme en este punto, que podría en parte explicar la negligencia de los filósofos (quienes han sido hombres en su mayoría), quisiera ahondar un poco más en las raíces antropológicas de la danza, pues allí, en aquellos antiguos orígenes de la danza, encontraremos, creo yo, una explicación mucho más profunda de esta situación.

Lo que deseo sugerir es que el origen de la danza reside en el principio femenino. Antes de que se la cultivara como arte (la danza por la danza), se llevaba a cabo en un espacio ritualmente consagrado. La danza fue, originalmente, una celebración extática, mística; una forma de veneración destinada a invocar la manifestación o personificación de los poderes primordiales y sobrenaturales. De manera más específica, la danza fue, en su origen, una parte esencial de los antiguos ritos de fertilidad. Como tal, relacionaba a los participantes con la generosidad de la Madre Tierra, y con el lado femenino, amplio, abierto y benévolo del Padre Cielo. Los danzantes involucrados en estos ritos no eran mortales comunes: eran recipientes sagrados, inspirados y poseídos por las diferentes deidades, ya fuesen irascibles o pacíficas.

Este principio femenino y sagrado de la danza fue reprimiéndose cada vez más con el paso de los siglos. Si bien el baile folclórico todavía remite vagamente a los orígenes de la danza, sublimó dicho principio en estilos socialmente convencionales (y patriarcalmente más aceptables). Mientras tanto, la danza se cultivó en las cortes europeas, primero como un espectáculo de gracia social (cortejo y coqueteo sublimados, y comunicación regulada entre los sexos) y, más tarde, como un espectáculo puro de habilidades y estilo. A la larga (quizá en el siglo XIX), la danza se convirtió en un arte del que se podía disfrutar plenamente por sí mismo. (¿Será que la posibilidad de disfrutarla per se dependió de que se la separara de sus inquietantes orígenes?) La danza, como una forma de arte, como espectáculo, fue colocada en el escenario. Así fue devuelta a su espacio distintivo, pero para ese entonces el espacio era secular, ya no sagrado. Vemos, pues, que a final de cuentas ganó el patriarcado. Una victoria algo comprometida, claro, puesto que la danza no sólo ha seguido cautivando, sino que ha florecido incluso. No obstante, pienso que ha continuado más o menos en términos patriarcales.

Bien: hasta aquí mis especulaciones. Ya sean fantasías o verdades, o quizá una mezcla de ambas, constituyen el escenario para un punto que considero menos controvertido, aunque no por ello menos incitador a la reflexión, a saber: que los fundamentos religiosos y éticos de nuestra civilización occidental son primordialmente hostiles a las «demandas» vitales e intrínsecas del cuerpo humano. Dicha hostilidad toma diferentes formas; cada dimensión de nuestra civilización la expresa y la refuerza de maneras a menudo disfrazadas y difíciles de identificar. Consideren, por ejemplo, el símbolo primario de la religión cristiana: la cruz. Este símbolo tan poderoso presenta, tan claramente como pudiera hacerlo cualquier otro símbolo, la crucificación del cuerpo humano. No basta con que el cuerpo esté visiblemente flaco y hambriento (de acuerdo con el ideal ascético patriarcal de dominio de sí mismo); no: también ha de castigarse de modo visible y, finalmente, destruirse. Efectivamente, la doctrina del cristianismo afirma la resurrección del cuerpo de Cristo. Pero hay que reconocer dos cosas: primero, que no hay un símbolo correspondientemente visible de la resurrección y, segundo, que el cuerpo resucitado no existe en la tierra, sino exclusivamente en el cielo. Considero que estos dos puntos significan que, en efecto, realmente no creemos en la resurrección del cuerpo

humano. Es decir, que no creemos realmente en la sacralidad del cuerpo humano, tal como existe aquí y ahora en la tierra. O, dicho en términos más prácticos, no aceptamos del todo el cuerpo humano. Y, ciertamente, no nos permitimos reconocer plenamente la verdadera posibilidad de «perfeccionarlo», o de acercarlo más al estado en el que se trasluzcan su santidad intrínseca, su belleza y su gracia sublimes.

Artículo completo: Los Filósofos y la Danza. David Michael Levin

Polyhymnia, musa griega de la poesía sagrada, la música y la danza. Creador desconocido.
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