Isadora Duncan, un amor platónico

Desdeñaba lo impecable del ballet, el control artificial de los movimientos, así como la pérdida de la conexión con el piso que conllevaba subirse a las puntas. Toda su vida quiso dinamitar estas condiciones que acorralaban el cuerpo y proponer una danza del futuro, liberarla. Lo logró con los pies descalzos, la fluidez con la que se movía, la túnica griega, la escenografía mínima y la selección de música que amaba.

Chopin, Strauss, Tchaikovsky y Wagner eran algunos de sus compositores favoritos.1

Por Paulina Morales (26 mayo, 2018)
Maestra en Museología por la Universidad de Leicester.

Isadora Duncan: Ocho Acuarelas, Abraham Walkowitz.

Desde muy chica, a los 5 años, Isadora Duncan (1877 o 782-1927) quiso que su visión del baile permeara y buscó transmitir su técnica a través de una escuela. Cuenta que seguía su fantasía e improvisaba lo que les enseñaba a los vecinos que se dejaban involucrar en estas clases infantiles. Esos primeros esfuerzos derivaron en un sueño que persiguió toda su vida: a las afueras de Berlín en 1904, en París un poco antes de la guerra, en Nueva York en 1914 y en Moscú, a donde lo transfirió en 1921.

Isadora sabía que moverse primorosa no bastaba, sino que necesitaba comunicar el valor de su nueva danza. Necesitaba justificar la ruptura radical con algunas expectativas del público y lo revolucionaria que era su manera de habitar la música y el espacio. Fue particularmente diestra para legitimar su sensibilidad y movimientos a nivel discursivo.

En escritos y entrevistas, además de remontar los orígenes de su estilo a los griegos, hablaba sobre Nietzsche, citaba a Darwin, sostenía que quería fungir la labor de una especie de Walt Whitman en la danza. Era sagaz al seleccionar e incorporar las ideas de otros artistas y pensadores. Aunque su filosofía de la danza no ofrece un conocimiento sistemático, una parte importante de su legado fue consolidarla como una disciplina que se podía teorizar.3

Duncan amalgamó la danza social con la cultura física en una ecuación que se contraponía al ballet clásico. La danza social funcionaba como un modelo de conducta y refinamiento, una posibilidad de cultivarse a través de la práctica. La cultura física por su parte estaba preocupada por que el individuo estuviera en forma, pero también por las implicaciones sociales y expresivas del cuerpo en movimiento. La acción externa podía mejorar el ser interno y la personalidad misma era maleable.

La investigadora Ann Daly rastrea la influencia de estas ideas que ya circulaban en la época y propone abstraer algunos pilares de esa danza del futuro que imaginaba Isadora. Al centro de su teoría estaba el cuerpo porque de ahí partía nuestra primera concepción de la belleza.

Más allá del dominio técnico, la danza debía ser natural y desenvuelta.

Para Duncan, la danza era un lenguaje para el alma que descartaba por completo el dualismo cartesiano. No aspiraba a una levedad absoluta al bailar; quería que la voluntad por anclarse al piso sirviera como un complemento fundamental a la ligereza. Los movimientos debían corresponder a la forma de quien se movía. Esto suponía una variación y evolución implícita —no quería que su estilo se imitara idéntico, como en la danza clásica, y además ella misma adaptaría sus movimientos para acoplarse al cuerpo que cambia con la edad.

La danza debía seguir líneas orgánicas que no se entrecortaran, sino que asemejaran a las olas del mar y su continuidad.

Una danza así, Isadora estaba convencida, sería capaz de expresar los ideales de la humanidad.4

140 (o 141) años después, cuesta un poco de trabajo imaginar cómo encarnaba Isadora estos pilares. Las fotografías son demasiado estáticas. No quiso ser filmada, decidió que quería ser recordada como una leyenda, y probablemente un registro en video no hubiera captado la presencia escénica y el carisma que tanto le celebraron siempre. La cantidad de bocetos, dibujos y acuarelas que Rodin, Segonzac, Bourdelle, Walkowitz y otros artistas hicieron de Isadora apuntan al reto de representarla. Las descripciones de sus presentaciones pueden sentirse espesas y llenas de metáforas, o simplemente ruborizadas e indignadas con el cuerpo inmodesto que traslucía bajo su túnica.5

Los reseñistas de la época muchas veces se concentraban en la intensa interioridad, otros destacaban que se ondulaba como el agua o florecía con cada movimiento. Mallarmé decía que Isadora escribía con el cuerpo. Gertrude Stein, en “Orta or One Dancing,” trató de utilizar su estrategia predilecta, la repetición radical, para así escribir cómo bailaba Isadora y transmitir cómo era percibirla.

Leer estas descripciones de inmediato expone los límites del lenguaje. Pasa lo mismo cuando tratamos de encontrar a la bailarina con nitidez leyendo su autobiografía. ¿Hasta qué punto las palabras no deforman la danza? Y al mismo tiempo, sin las palabras: las que ella misma usó para explicarse, las que tantos otros utilizaron para dar testimonio y guardar la experiencia de haberla visto bailar, las que en un cumpleaños póstumo utilizo yo para pensarla, ¿qué nos queda?

Necesitamos mucho más que fotos para consolidar la leyenda de “la madre de la danza moderna”. Necesitamos el cuchicheo.

Las Isadorables, esas 6 niñas que entraron a la escuela de Isadora en Berlín, fueron adoptadas, bailaron y formaron a otras generaciones que aseguran que podamos todavía ser testigos de su legado e incluso decidirnos a aprender su danza del futuro. Irma Duncan, por ejemplo, fue quien se quedó al mando de la escuela en Moscú. Pero, sin duda, ese legado no sería tan poderoso sin todos esos detalles de la vida de la bailarina que son casi de dominio público.

Nació en San Francisco. Su mamá era maestra de música y se divorció cuando ella tenía 3 años; su familia era muy bohemia y en su infancia no abundó el dinero. Isadora no fue a la escuela por mucho tiempo.

Isadora era feminista, tuvo hijos fuera del matrimonio y nunca se quiso casar. Estuvo dispuesta a bailar mientras lactaba, sin importar que fuera evidente la leche que la mojaba. Tuvo muchos amantes: el escenógrafo Gordon Craig, el poeta Serguéi Yesenin, la poeta y dramaturga Mercedes De Acosta…. Era atea. Sufrió mucho cuando dos de sus hijos murieron ahogados en el Sena. Su tercer hijo nació muerto.

Visitó Cuba y estuvo en Buenos Aires. Bailó la Marsellesa y se envolvió en la bandera francesa para protestar contra la guerra. Se mudó a la Unión Soviética. Murió en Niza en 1927, estrangulada en un extraño accidente cuando la bufanda que llevaba puesta se atoró en la rueda trasera de un convertible.

La genialidad enrarece y con los años queremos que Isadora sea un ícono cada vez más elástico. Recordarla oscila entre elogios sinceros, atribuciones necias, investigaciones serias, algo de morbo, referentes obligados y papeles simbólicos.

Entre ese cúmulo de anécdotas, hay una que hasta cierto punto nos concierne. Tiene que ver con México, pero también con homenajes. En el panteón de San Fernando está el nicho vacío de Isadora. En el cementerio de la actual colonia Guerrero ya no cabía nadie, pero Plutarco Elías Calles quiso que su amor platónico descansara simbólicamente ahí.  Detrás de esa placa, en ese vacío hay anhelo y nada más. Mientras más leía sobre Isadora y más pensaba en cómo sería este texto para que fuera digno de su aniversario, más temía que escribirlo fuera un gesto parecido a ese nicho vacío.

Escribir sobre una bailarina lo hace evidente: la escritura siempre está colmada de anhelos y ausencias.

Paulina Morales. Maestra en Museología por la Universidad de Leicester.

1 Con frecuencia utilizaba música que no había sido compuesta necesariamente para ser bailada.
2 El nacimiento de Isadora Duncan estaba fechado como el 27 de mayo de 1878. Sin embargo, en 1976 se descubrió la fe de bautismo que señala el 26 de mayo de 1877 como su fecha de nacimiento.
3 Daly, Ann. “Isadora Duncan’s Dance Theory.” Dance Research Journal, vol. 26, no. 2, 1994, p. 24-6, doi:10.2307/1477914.
4 p. 26-29
5 Jankowski, Harmony. “Writing Bodies: Isadora Duncan, Movement, and Metaphor”, Congress on Research in Dance Conference Proceedings, 2015, p. 83–88., doi:10.1017/cor.2015.15.

Abraham Walkowitz / Isadora Duncan.
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