En 1903, tras asistir Rubén Darío al estreno de Isadora Duncan en París, escribe «Mis Isadora Duncan» una cronica – publicada el 13 de agosto de 1903 – en el Suplemento Ilustrado del periódico La Nación de Buenos Aires, Argentina.
Rubén Darío. (Metapa, República de Nicaragua, 1867 – León, República de Nicaragua, 1916). Poeta, periodista y diplomático, está considerado como el máximo representante del modernismo literario en lengua española.
Artículo publicado en La Nación, el 26 de abril de 2020.
¡Canta, oh musa, a Isadora, la de los pies desnudos, y sus danzas ultramodernas de puro arcaicas y sus piernas de Diana, y las músicas antiguas que acompañan las danzas, y los veinticinco francos que hacían pagar en el Teatro Sarah Bernhardt por una butaca! Pues es, en realidad, digna de mucho entusiasmo esa rítmica yanqui que hace poesía y arte con la gracia de su cuerpo, ninfa, sacerdotisa y musa ella misma, en un impudor primitivo y sencillo, digna de las selvas sagradas y de las paganas fiestas. París no ha correspondido a la novedad, porque la prensa estuvo seca, por culpa, dicen, del empresario. Mas no faltaron los novedosos de siempre, los snobs, tales princesas y tales artistas, amén de la colonia, que siempre está dispuesta a apoyar todo lo que viene del país poderoso en donde, si hay gigantes Morganes y Rockefellers, surgen hadas Loïes e Isadoras.
Antes de aparecer en el teatro, Miss Duncan había danzado en la intimidad, para regalo de señalados amigos, como en los salones de la princesa Polignac; y en una fiesta dada en honor de Rodin, en pleno aire, en la amable campaña, hizo la gracia de un espectáculo único, digno de poetas y de artistas. Faltaba allí tan solamente D’Anunzio, para decir en un laude de retorno de los dioses, vía Nueva York.
Es nuevo y es bello, de encantadora belleza, ese resucitar de viejas visiones. Y natural es que sea una norteamericana la que realice el prodigio, porque si hay un país donde el cultivo del cuerpo y de la euritmia humana hace modernos los días pindáricos, ese país es el gran país de los Estados Unidos. Debo advertir que en nuestros centros latinos y católicos, las danzas de Miss Isadora tienen que parecer perfectamente inmorales: «Jóvenes que estáis bailando, al infierno vais marchando»; y siendo Miss Isadora una filósofa danzante que proclama como sus principales maestros –¡de baile!– a Darwin y a Haeckel, predica la libertad de la naturaleza, la desnudez, como Pierre Lonys, y predica con el ejemplo: su cuerpo está apenas cubierto con una especie de kitón; otras veces usa las túnicas botticellescas; y siempre la fina tela parece como si estuviese húmeda. No hay malla ninguna; y se necesita una despreocupación completamente artística, o un esfuerzo de intelectualidad del que no son capaces todos los espectadores de un teatro, para no ver en la armoniosa anglosajona otra cosa que la Primavera de Sandro, o Ariadna perseguida por Baco.
Pero, repito, el espectáculo es bello, da un positivo deleite estético, y un estatuario como Rodin es justo que se haya sentido feliz al ver encarnadas y con movimiento las figuras de los bajorrelieves, de las pinturas de las ánforas. ¿Habrá podido esa mujer joven, vigorosa, robusta, llena de vida, impregnada de literaturas, filosofías y artes libres? ¿Habrá podido esa pagana mantener su ideal artístico libre de contaminación en la región de las ideas, en la castidad cerebral de una vestal del ritmo, de una sacerdotisa de Terpsícore? La bailarina de los pies desnudos, que es elegantemente pedante y muy de su tierra, ha escrito páginas curiosas que desenvuelven su teoría de la danza del porvenir, y a propósito de sus brazos blancos, de sus clásicas zapatetas y de sus lindos hallazgos, ya habéis visto cómo se proclama discípula del autor del Origen de las especies. Podía agregar al inevitable Nietzsche, catedrático de gozo dionisiaco, que mira en el baile la mayor manifestación de la libertad de la vida, como una acción enérgica y sublime.
«Más que danza la suya es mímica; es la animación de la escultura femenina», escribió
Darío sobre Isadora Duncan.
La danza para Miss Isadora no debe tener ningún artificio, y debe ser nada más que una transposición o concentración del ritmo universal en el ritmo humano. Más que danza la suya es mímica; es la animación de la escultura femenina, y sus ademanes y pasos son renovados de los kernóforos, ándema, kaladismos, etc., y que se pueden hallar en Laborde. Ella ha pasado largas horas en los museos, y ha visto animarse los mármoles; y a la actitud fija de las figuras escultóricas ha agregado el gesto anterior y el gesto posterior, completando así el poema de la forma, por el movimiento armonioso que cambia bellamente las líneas.
La iniciadora de esta danza que ella dice del porvenir, es, pues, una descubridora del pasado. En todo caso, es una creadora de belleza que amaría Fidias y que halagaría Barnum… Miss Isadora no es hermosa, pero quizá de tanto contemplar las figuras de los museos se parece a ciertas estatuas y a ciertas mujeres de los pintores primitivos. El cuerpo es soberbio; y, cuando se presenta, triunfa de algo verdaderamente delicado; la dificultad, la rareza de encontrar un pie perfecto. La impresión helénica se siente. Para apreciar en su valer las danzas de esta mujer original, hay que tener indispensables nociones de cultura clásica.
Imaginaos, en un sencillo decorado, una figura casi alada, en una turbadora semidesnudez femenina, pero que os evoca enseguida las creaciones de la clara y encantadora mitología de Grecia. Ya es Eurídice, ya Eco, ya Ariadna. Con el gesto, con el rostro, con el movimiento cambiante, dulcemente lento o ágilmente vivo, se explica el dolor de Orfeo, o la expectativa al son de la flauta pánica que produce luego el gozo de la ninfa, o la fuga ante la persecución de Baco enamorado, el temor y el temblor, todo lírico, espléndido y sensual. Hay saltitos y cambios de lugar que parecerían por un instante ridículos en ese rico y frondoso cuerpo sonrosado; pero la magia de la evocación vence del momento peligroso, y el deus que posee a la danzarina mima se manifiesta de manera incontrastable y estupenda. Ahora, un buen señor de negocios, que va al teatro a hacer su digestión, quizás encontrará todo eso absurdo, o se fijará en cosas que no son propiamente el sutil hechizo de esta obra y de ese acto de arte.
[…]Más entendámonos: la palabra danza no es propiamente aplicable a la representación de la Duncan. Danzas son las de las bayaderas y ouled-nail, las jotas y tarantelas, el minué, la gavota, el vals y la polka, hasta el funambulesco cake-walk. Las de Miss Duncan son más bien actos mimados, poemas de actitudes y de gestos, sin sujeción nada más que al ritmo personal, sin reglas propias fuera de lo que indica la naturaleza.
Para Miss Duncan no es precisa la música, o la música, en el sentido helénico, está en ella misma, la música silenciosa de sus gestos. La danza, según su teoría, se ritma por la música pitagórica y el ritmo de las esferas, el ritmo de todo lo existente, se resume en su propio rítmico movimiento, al impulso musical de su espíritu.
[…]
Isadora supera en el tiempo la representación antigua, y hace admirar un florecimiento de este culto. Siente y piensa. A su arte se aplica la definición de Hippeau: la pantomima es la figuración de ideas y sentimientos. Isadora está más cerca de Sada Yacco y de Severin que de Mariquita.
Ahora bien, la adorable yanqui ha agregado una nota que los antiguos griegos no conocieron: el ensueño. Imaginaos que realiza este prodigio: baila nocturnos de Chopin. Y no es ridículo. Os da el clair-de-lune con su cuerpo melodioso. Y oís cantar al ruiseñor, y hasta perdonáis los veinticinco francos de la butaca.
La poesía y la danza se abrazan en esta crónica del gran poeta y periodista nicaragüense. Rubén Darío (1867-1916) logra representar con palabras los movimientos de Isadora, modernos y raros para la época, en su primera presentación en París.
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