Por Magdalena Olivera
Una de las primeras bailarinas más emblemáticas del Teatro Bolshoi de Moscú, Ekaterina Maximova, murió el 28 de abril de 2009 “rápida e inesperadamente”, según fuentes del propio teatro.
Katia, como la conocían sus amigos, era una maravilla de la naturaleza, una de esas personas que iluminan el escenario desde el primer momento, que transmiten una alegría especial, casi infantil. Su técnica alcanzó niveles de virtuosismo desconocidos en su época, de hecho podríamos compararla con las primeras bailarinas actuales y no tendría nada que envidiarles. Al dar a conocer la muerte de su gran bailarina, el Bolshoi no escatimó en elogios que describen su irrepetible carrera: “La gloria del ballet ruso; la joya y el orgullo de las compañías extranjeras con las que actuaba; la musa de Grigorovich, de Béjart, de Petit, de Lacotte; un icono televisivo; el encanto en persona; el eterno femenino esencial en la pareja Maximova-Vasiliev”.
Ekaterina Sergeevna Maximova nació en Moscú el 1 de febrero de 1939. En 1949, a los diez años de edad, ingresó en la Academia Coreográfica de Moscú, sin haber recibido ninguna formación previa en danza clásica. Los examinadores pronto detectaron en ella una alegría y un talento especiales, así como unas piernas prometedoras: “tenía unas piernas muy expresivas”. Pero graduarse en la Academia no fue tan fácil para Maximova. Sin duda irradiaba energía y virtuosismo, pero no debemos olvidar que los alumnos de esta prestigiosa escuela de formación de bailarines deben aprobar también las asignaturas teóricas como cualquier otro estudiante de bachillerato. Katia disfrutaba bailando, pero no estudiando física, matemáticas o historia, se escaqueaba y si podía no hacía los deberes. En una ocasión la enviaron a casa, con una amonestación de diez días, para intentar enderezarla. En el último año, 1958, consiguió aprobarlo todo (la historia por los pelos) e ingresó en el cuerpo de baile del Teatro Bolshoi. Sólo un año más tarde ya bailaba el papel principal, el de Katerina, en La flor de piedra, ballet con música de Prokofiev y coreografía de Grigorovich, el gran coreógrafo de la época dorada del Bolshoi. No era sino el comienzo de una etapa extraordinariamente prolífica bajo la dirección del famoso coreógrafo. Durante dicho periodo, que duraría más de veinte años, Maximova bailó papeles como el de Frigia en Espartaco, Masha en Cascanueces o La Cenicienta en la versión de Zajarov, a los que debe su fama internacional.
Durante su formación en la Academia, conoció al que después sería su marido e inseparable compañero de escena: Vladimir Vasiliev. Procedían de entornos muy diferentes, Maximova, nieta de un famoso filósofo, de un ambiente burgués; Vasiliev, de una familia más humilde. El ballet los unió. Empezaron a bailar juntos desde pequeños y solían coincidir como pareja en la clase de paso a dos, probablemente porque ambos eran menudos y esta afinidad les facilitaba la tarea (sobre todo a Vasiliev). Pronto empezaron a destacar entre sus compañeros: en 1957 Maximova ganó el primer premio del concurso de Moscú, para estudiantes procedentes de toda la Unión Soviética. Bailó la variación de Masha del segundo acto de Cascanueces, ante un público que presenciaba el nacimiento de una nueva estrella. Al mismo tiempo, Vasiliev brillaba con luz propia: en 1960 bailaba Laurencia y otros papeles más bien de carácter, en los que lucía sus elevadísimos tour-en-l’air e incontables piruetas.
Y así, Katia y Valodia se convirtieron en la pareja de moda del Bolshoi, auspiciados por Grigorovich, deseoso de aprovechar al máximo el enorme potencial de los dos jóvenes portentos. Todos querían ver a Maximova en los roles clásicos, que encarnaba con gran elegancia: Cascanueces, Giselle, La bella durmiente… Para acompañar a Maximova, Vasiliev tuvo que cambiar de estilo y aprender a ser un caballero clásico, un auténtico príncipe azul. De esta manera, durante esos dorados 60 y 70 bajo la batuta de Grigorovich, representaron prácticamente todos los papeles principales de los grandes clásicos: Giselle, Chopiniana, Cenicienta… En 1961, el año de su boda, la pareja viajó a París con una gira del Teatro Bolshoi. Como era de esperar, la prensa soviética hizo un despliegue de publicidad que se centraba en el dúo jovencísimo, al que fotografiaba con la Torre Eifel a sus pies.
Pero los roles representados por Katia no se limitan al repertorio clásico-romántico. Con gran acierto, Galina Ulanova, antigua gran figura del Bolshoi que en aquel momento era instructora de Maximova (a la que debe su éxito como Giselle), aconsejó a su pupila que integrara nuevos papeles en el curriculum, menos clásicos y más de carácter. Gracias a este consejo, en 1965 Maximova bailó Kitri en Don Quijote, versión que pasó a la historia por el derroche de virtuosismo (la rapidez de los saltos y giros era completamente inaudito), la espontaneidad y el temperamento hispánico que tan bien emulaba la bailarina rusa. A partir de entonces, se dijo que no había nada que Maximova no pudiera bailar. Dicho y hecho. Bailó y bailó, en el Rusia y en el extranjero, con Grigorovich en el Bolshoi, con Béjart en el Ballet del s. XX, con Petit en el Ballet de Marsella. Papeles clásicos y no tan clásicos, líricos, cómicos, trágicos, atléticos. Ni siquiera un accidente sufrido en 1975, del que se recuperó milagrosamente, consiguió parar a este torbellino.
Fue una de las pocas artistas de la Unión Soviética que viajó en numerosas ocasiones al extranjero. Junto con su marido, realizó varias giras para actuar como artistas invitados en compañías occidentales. Siempre dispuesta a probar nuevas experiencias, en varias ocasiones Maximova participó también en rodajes televisivos, el primero de ellos en 1976, en una comedia musical. La fama y la admiración popular hacia esta pequeña gran bailarina subían como la espuma. Testimonio de ello son los numerosos premios y condecoraciones que recibió, tanto en el extranjero como en la Unión Soviética: Medalla de Oro en la Competición de Varna en 1966, Premio de la Academia Anna Pavlova de París en 1969, Artista del Pueblo de la URSS en 1973, Orden de Lenin en 1976, Premio Estatal de la URSS en 1981, entre otros muchos.
A principios de los 80, abandonó el Teatro Bolshoi junto con su marido, pues Grigorovich quería dar oportunidades a las nuevas generaciones de bailarines. No obstante, ni Katia ni Valodia dejaron de bailar. Ambos siguieron actuando invitados en compañías extranjeras y a menudo Katia representaba papeles que su marido coreografiaba para ella. Quizá su aparición más famosa durante esta época fue la representación del ballet Aniuta, en 1986. Aunque, a partir de los años 80, se dedicó principalmente a la enseñanza de ballet: a partir de 1982 enseñó en la Academia Rusa de Artes Escénicas (GITIS) y a partir de 1990 fue maestra y repetidora del Ballet del Kremlin. En 1998, volvió al Bolshoi, donde también trabajó como profesora y repetidora hasta la fecha de su fallecimiento. Sus alumnos recalcan la entrega y dedicación de su maestra, explican que se volcaba en ellos intentando transmitir todo lo que llevaba dentro; algunos no dudan en calificarla de “diosa de la danza”. Ante tantos piropos ella no sabía cómo reaccionar. “No lo sé”, afirmaba encogiéndose de hombros, y añadía: “para dedicarse al ballet hace falta ser un fanático”. Y es cierto. Pero también lo es que algunas personas, como Maximova, tienen un don especial. Lo difícil es saber aprovecharlo, como ella hizo. “He consagrado mi vida a la danza”, dijo en una ocasión. Y nosotros no podemos sino agradecérselo. Fuente www.sineris.es