Las puntas tiemblan, la tristeza vibra. La fluida cabeza se aquieta sobre un hombro que apenas se eleva. ¿Podrá soportar el peso? Abatido, muere por exceso de belleza.
Cómo se detiene en arabesque; cómo cae finalmente, una pierna extendida, la otra plegada. El último gesto desesperado al que se abandona. Un ballet tan simple –tan peligroso–, y con tales credenciales legendarias, ha atraído a muchas bailarinas.
La miniatura coreográfica “La muerte del cisne”, símbolo del ballet clásico, nos llega de la mano de Mijail Fokine, inspirado por Anna Pávlova y la música de Camille Saint-Saëns. Fokin creo una auténtica leyenda con un ballet de casi tres minutos.
Lo novedoso entonces (1907) fue no sólo la brevedad, sino que la “trama” : el Cisne entra en escena para morir. Pávlova hizo el resto. Fue ella quien le pidió a Fokine que le coreografiara un solo para una gala de beneficiencia que tendría lugar en el Teatro del Círculo de la Nobleza de San Petersburgo. Casualmente, Fokine estudiaba por entonces la partitura de Saint-Saëns. Pávlova le presenta una serie de movimientos propios; quiere modificar los port de bras que le propone el coreógrafo.
Fokine piensa que el pas de bourré es lo más indicado para indicar cómo el cisne se desliza; los brazos son asunto de la Pávlova: deben expresar resignación, pero también los postreros aleteos de un ser que ha conocido la libertad absoluta.
Esta posibilidad de escoger los port de bras diferenciará luego a las sucesivas intérpretes.
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