Cuando hablamos de ballet clásico en nuestras cabezas aparece el retrato de una esbelta bailarina de tez clara vestida con tutú, cuyos movimientos etéreos y frágiles nos hacen pensar en ella como un ser de otro mundo. Esta imagen se establece tras la representación de La Sílfide, obra paradigmática del ballet romántico.
En ella, la bailarina italiana Marie Taglioni portaba un corpiño ajustado con unas pequeñas alas situadas en la espalda y un gran escote que dejaba lucir sus hombros, una falda acampanada hasta media pierna compuesta por capas de gasa y muselina y unas zapatillas de color rosa. La repercusión tanto de la bailarina como de la obra fijarán el ideal estético del ballet, así La Sílfide pasa a ser un prototipo a imitar.
Esto se hace evidente al observar las creaciones posteriores como por ejemplo Giselle, donde se establece el mismo código de vestir. En ella un cuerpo ajustado con los hombros al descubierto, falda o tutú, como se conocerá a partir de entonces, de gasa muselina o tul, siempre de color blanco, además de mallas y zapatillas de raso rosa. La incorporación de este atuendo fue tal que los trajes pasaron a ser utilizados tanto para clases y ensayos como para espectáculos. Da la sensación como si al final este vestuario en concreto se acabara incorporando al ballet como una especie de uniforme o ropa especial de trabajo.
El tutú, prenda por excelencia del ballet, así como el resto de la indumentaria, tuvo muy poca evolución durante el siglo XIX, pese a que el tutú sí que fue reduciendo su tamaño. La renovación de toda la imagen del ballet vendrá más tarde por parte de Rusia, un arte hasta ahora liderado por Francia. La llegada de los Ballets Rusos de Diáguilev triunfará y producirán un cambio rotundo en la moda. El vestuario de estos ballets pasará a ser más variado, lleno de colores llamativos y con un aire oriental lejos de la uniformación a la que nos tenía acostumbrado el Ballet Romántico.
Fuente www.esdi.url.edu